24. Cuautitlán: una visita médica


Cuando por fin entré a Cuautitlán cojeando, me encontraba exhausto. El hombro, la espalda y la pierna izquierda me dolían mucho. Para tomar fotos tenía que apoyar la mano izquierda en la cámara y luego levantarla con la mano derecha. Estaba hecho una piltrafa. Decidí recuperarme en el municipio tranquilo y semirural de Cuautitlán.
Un amigo mío, un canadiense cuarentón, profesor de inglés, vivía cerca de la estación de tren en una unidad de interés social con su novia, una chica mexicana. Cuando el sol se posó en la Sierra Monte Bajo al oeste, llegué al edificio de seis pisos entre estacionamientos y lotes baldíos. Al pie de la escalera había un altar pequeñito dedicado a la Virgen de Guadalupe recién pintado y aseado.
Subí las escaleras de concreto hasta el pasillo estrecho que conducía al departamento de mi amigo. Abrió la puerta. Fue agradable ver una cara conocida. Me senté en un sillón desgastado entre los libreros, la televisión y una mesita de centro. Me recomendó revisarme el hombro y me ofreció una cama de aire. El departamento pertenecía a la familia de su novia, una chica joven de pelo y ojos negros que estudiaba arquitectura en la UAM Azcapotzalco.


Se acomodó en una silla mecedora y estiró sus piernas largas. Tomamos unas cervezas. Había tenido problemas con sus vecinos a causa de sus dos perros grandes. Más adelante morirían envenenados, pero por ahora descansaban en el departamento. Nos fuimos pronto a la cama.
A la mañana siguiente tomamos café y hablamos. La influencia de empresas globales de urbanismo y el crecimiento de la ciudad no le gustaban. Le conté sobre las familias que se habían integrado a la ciudad y argumenté que era una buena forma de crear propiedades. Él es judío y para él, durante años los judíos habían amasado sus fortunas especulando con el crecimiento de las ciudades. Esa tarde llegó mi esposa. Insistió en que debía ver a un doctor. Tenía el hombro inflamado y no estaba seguro de si lo tenía dislocado. Caminamos por Cuautitlán hasta encontrar una clínica privada.
Entramos a un edificio moderno e impecable. Esperamos a solas en una recepción cómoda, nos atendieron con eficiencia cordial, propia de los pueblos pequeños. Me remitieron a un ortopedista. Luego de mover y jalarme el brazo, el médico aseguró que no estaba dislocado. Me pidió levantarlo hasta donde pudiera llegar. Lo estiré frente a mí con mucho dolor. Me confirmó que me había roto un ligamento y que debía inmovilizarlo tres semanas, de lo contrario mi problema sería crónico.
Era evidente que no podía inmovilizar el brazo: no podría atarme los zapatos, tomar fotos ni comer. Sin embargo, no tenía caso discutir. Su conducta seria y sus buenas acreditaciones daban una impresión sumamente competente. No consideré necesario explicarle mi proyecto. Estuve de acuerdo con todas sus recomendaciones y salimos de la clínica, yo con un cabestrillo que me apresaba el brazo al cuerpo. Tan pronto mi esposa se fue, me deshice de él. Sin embargo, el doctor tenía razón, la herida se volvió crónica, pasó más de un año antes de que recuperara la movilidad completa del brazo.
Esa noche usé el cabestrillo cuando salí con mi anfitrión, mi esposa y varios amigos. Cenamos en un excelente asador de carne con un jardín muy amplio. Un hombre mayor me explicó que los terrenos en torno a Cuautitlán habían sido expropiados a un precio bajísimo. Y ahora, esos mismos terrenos se vendían a un precio cien veces mayor.