25. Jugando con fuego: Tultepec

Antes de entrar a Cuautitlán, en medio de uno de los pastizales frente a la unidad de torres de viviendas de interés de social, me sorprendió ver una choza blanca con un letrero que leía “peligro” en letras escritas con pintura roja. Una jauría de perros cruzó el campo delante de la choza. Me pregunté de qué tipo de peligro advertía el letrero. La docena de perros y su líder negro y corpulento parecían peligrosos. Sabía que en torno a las vías del tren cercanas se reunían bandas de la Mara Salvatrucha, seguro ellos serían peligrosos. Aunque aquel letrero sencillo y peculiar en la choza blanca no parecía tener que ver con ellos.
Al día siguiente, tarde por la mañana, me encontraba cerca del centro de Cuautitlán. Estaba de pie frente a un puesto de tortas, comiendo una torta de huevo aderezada con cebolla, aguacate, frijoles y mayonesa. El hombre que atendía el puesto hablaba con un cliente sobre Tultepec, un pueblo que también bordea la ciudad y se encuentra más delante de Cuautitlán. El pueblo se ubica en la colina baja de una planicie que llega al lago de Zumpango, al norte.
Entendí por la conversación que la gente de Tultepec se dedicaba a la producción de fuegos artificiales. De pronto caí en cuenta de que la choza había sido un almacén de fuegos artificiales. Por eso se encontraba en un terreno baldío y advertía del peligro. El dueño del local contaba que el pueblo tenía competencias para encontrar al mejor productor. Se trataba de un trabajo peligroso que causaba accidentes frecuentes. Durante la competencia se exhibían torres enormes con barras giratorias y cruces. Es un pueblo que vive al borde de estallar.
Los maestros de la pirotecnia lucían sus cicatrices con orgullo, como señales de su experiencia con explosivos. El mejor de todos había perdido un ojo y tres dedos de la mano derecha. El gobierno había intentado vetar la producción de explosivos, pero las protestas le habían puesto fin a la iniciativa.

Salí de Cuautitlán por la carretera a Tultepec, poblada de tiendas que vendían piñatas. Aproveché para comer un excelente filete a la leña. Para llegar al mercado de fuegos pirotécnicos, pasé por los campos que separan el pueblo de la ciudad. Éste se encuentra entre los propios campos y consiste en cincuenta locales. Resultó más monótono de lo que había imaginado. Caja tras caja de fuegos expuestos como dulces en un mercado de pueblo. No compré nada. La temporada alta es en Navidad y Año Nuevo. Un par de años después visitaría la competencia y vería los castillos cobrar vida a base de chillidos e iluminar el cielo nocturno. Las chispas caían como cascada sobre los niños y adolescentes que corrían debajo de torres de fuegos pirotécnicos. Las estructuras de tres pisos con flamas giratorias estallaban como si tuvieran un mecanismo de relojería. La plaza era un campo de batalla de destellos y cohetes. Nadie resultó herido, pero el riesgo implícito sería inimaginable en cualquier otra parte del mundo. Cualquier inspector de seguridad contra incendios holandés moriría de un infarto. La choza en el campo que se resguardaba tras su cerca de alambre de púas era una bomba, de ahí la advertencia.
Regresé por la curva que circunda el norte de Cuautitlán. El lecho del lago me recordó a los Países Bajos. A mi izquierda, del otro lado de los campos, se alzaba Tultepec a lo alto del cerro. Imaginé al maestro de la pirotecnia, tuerto y con sombrero, caminando orgulloso por las calles.