32. Encuentros casuales: Magdalena Contreras


Bajé del Cerro del Judío entre el camino de casas construidas hacia arriba, internadas en el bosque. El agua corría por las alcantarillas de concreto que separaban las colonias. Árboles pendían sobre las casas de muros grises. Caminé por el laberinto de escaleras hacia el bosque montañoso que marcaba el principio de la cadena de volcanes al sur de la ciudad. Comencé el largo descenso para llegar al hotel más cercano, me tendría que desviar dos horas e internarme en la ciudad. Luego de caminar un rato, los edificios empezaron a lucir más viejos y las pendientes, menos inclinadas.
Pasé a un lado de unos albañiles que disfrutaban de una cerveza en la calle. Me invitaron a acompañarlos, así que me senté con ellos y hablamos un rato. Les conté que soy de Holanda. Me despedí de los albañiles ya entonados y seguí mi camino por una avenida. Me iba lamentando de la lejanía del hotel y del desvío que suponía cuando un coche se detuvo abruptamente frente a mí y un hombre joven descendió. Se dirigió hacia mí. Me dijo que había hablado con los albañiles y éstos le habían contado que era holandés. Él iría a Holanda a trabajar en un proyecto de arte documental y quería saber si podía ayudarle a conseguir en dónde quedarse. Respondí que le ayudaría si él me conseguía un lugar para pasar la noche. Le expliqué mi proyecto. Regresó a su coche y habló con la señora que iba detrás del volante. Volvió con noticias: podía quedarme en su casa, pero antes iríamos a una fiesta familiar por ahí cerca. Como no podía subirme al coche, decidimos encontrarnos en una hora frente a una panadería más adelante.


Llegué a la panadería y esperé. El joven atractivo y entusiasta fue a mi encuentro. Después caminamos a casa de su tío, en donde había una mesa grande dispuesta en el patio. Varias parejas estaban sentadas en torno a ella. Una chica muy guapa estaba sentada a un lado de mi anfitrión. Al parecer él había estado corriendo en el parque y la había visto. Sabía que si no le hablaba en ese momento, nunca la volvería a ver. Así que eso hizo y ahora ella estaba ahí. Era una tradición que cada año, la familia de su madre, compuesta por tres hermanas, hiciera una fiesta e invitara a sus esposos. Más adelante, la familia de su padre haría lo mismo.
El padre del joven era propietario de una compañía de mudanzas. Estaba preocupado por el viaje de su hijo a Holanda; sería la primera vez que viviría solo. Mi anfitrión planeaba quedarse más de lo permitido por su visa para aprovechar al máximo el boleto de avión y la experiencia de salir de México. Le dije que la gente sí encontraba empleo y que me sorprendía que los mexicanos gastaran tanto dinero en cruzar el desierto peligroso para entrar a Estados Unidos en vez de comprar un boleto de avión e ir a Europa.
Le conté al padre de mi caminata, señaló que por lo visto me gustaban los ambientes peligrosos. Debido a su trabajo, conocía algunos sitios singulares en ese sentido. Nunca se los había mencionado a su hijo porque eran demasiado sórdidos, pero quizás algún día me llevaría. La caminata le pareció una aventura interesante. Me preguntó en dónde vivía y le conté que rentaba un departamento en el centro de la ciudad. Si bien muchas personas en la periferia se oponían a rentar porque les parecía una pérdida de dinero que podía invertirse construyendo una casa que sería el legado para los hijos, me sorprendió que él no compartiera esa opinión. Para él, quienes construían en las afueras de la ciudad sí contaban con propiedades para sus hijos, pero crecer en un entorno de clase media rodeado de los servicios y bellezas del centro de la ciudad, también era una contribución importante a las vidas de los niños. Crecer en el extrarradio podía ser duro.
La familia disfrutaba de la conversación y la comida de su celebración prenavideña. Me mantuve al margen, era el invitado peculiar del hijo y sobrino atrevido. Me limité a observar a las hermanas guapas y sus esposos corteses en el patio ajardinado. Cuando se retiraron, el joven artista, Mauricio, me acompañó a pie a su casa. Entramos en una construcción baja construida en el cerro. Me ofreció su cama en la litera de madera que compartía con su hermano. Me quedé dormido como una piedra. Más tarde, descubrimos que quien lo había invitado a participar en un proyecto artístico en Holanda era mi primo Thomas Peutz.