Introducción


Para conocer algo demasiado grande hay que analizar sus partes. Así como un marinero de antaño navegaría alrededor de una isla para ver qué tan extensa es, este proyecto considera los límites de la zona metropolitana del Valle de México con la esperanza de que revelen algo sobre el tamaño y la complejidad de la ciudad que circundan.


El hombre es la medida de todo lo que se considera humano. Para saber qué tan grande es la ciudad comparada con, por ejemplo, la sala de una casa, hace falta encontrar el común denominador de ambas. En este caso el común denominador es un paso. Decidí rodear esta megaciudad a pie con la esperanza de hacerme una idea de la escala humana de la ciudad. De modo que me convertí en la unidad de medida de este proyecto, con todo y mi ligero sobrepeso y que en ocasiones estuve asustado, torpe y me distraje con facilidad.


Conforme la caminata fue progresando y la ciudad se iba extendiendo frente a mí, luego de decidir mi ruta, zigzaguear, escalar montañas a capricho, deslizarme por barrancos, día tras día, semana tras semana, la ciudad comenzó a adquirir personalidad. La imaginé como una ballena y a mí, como una criatura marina minúscula que avanzaba despacio en su dorso. La ciudad se movía despacio y con gracia según sus propias reglas mientras yo avanzaba con dificultad, una pulga de agua en la piel del leviatán. Imaginé incluso que la ciudad me permitía pasar, pero que me encontraba a tan sólo un paso de agotar su paciencia con mi insolencia.
Me habían dicho que sería peligroso. Cuando terminé mi caminata, comprendí que los peligros de que me atropellaran al cruzar una autopista, caerme mientras escalaba algún barranco o torcerme el tobillo al cruzar un prado crecido eran mucho mayores y más difíciles de evitar que ser asesinado o asaltado. Por suerte o no, no me asaltaron ni me lesioné hasta que una montaña, el Cerro de los Tres Picos, me mandó cojeando a una clínica.

El mundo nunca ha conocido ciudades tan grandes como las megaciudades del siglo XXI. Grande. Esa es la característica principal de la ciudad de México. Es tan grande que ha rebasado sus propios límites administrativos, con lo cual formalmente la ciudad se ha quedado sin nombre. Es tan grande que a veces, vivir en la ciudad no significa estar más cerca del trabajo. Es más fácil vivir en otros estados del país para reducir ese trayecto. Es tan grande que rodea montañas y puede separar a familias y amigos que aquí viven debido a las distancias.


Aunque sabemos que es grande y hemos visto sus dimensiones en los mapas, en el fondo no nos percatamos de su tamaño. Sólo vemos una parte de la megaciudad, como si fuera un océano. Se dice que México Tenochtitlan es infinita, sin fronteras, sin límites, tan vasta que es inescrutable más allá de toda comprensión, una selva, un mar, un universo.
En realidad, la ciudad de México no es infinita. Tiene un principio y un fin. No es insondable; en el tejido urbano los patrones se repiten: la historia de la ciudad está escrita en sus paredes y en la basura de sus coladeras, en los nombres de las estaciones del metro y en las crucecitas blancas en las calles que señalan las muertes ahí ocurridas.


Con el paso del tiempo, curiosamente empecé a recordar mi infancia. La periferia de la ciudad está repleta de espacios intermedios extraños: el espacio entre la autopista y las viviendas, aquel entre una reja y un seto o esa zona detrás de un patio de juegos que rara vez visitamos como adultos. Los niños que juegan o pasean por ahí todavía encuentran estos sitios y dejan su huella en sus garabatos infantiles. Me descubrí retomando algunas excentricidades de mi infancia, como detenerme a mirar una hormiga que lleva una rama a su nido o recoger piezas de metal o vidrio con figuras peculiares para después tirarlas muy a mi a pesar.
Tras semanas de deambular por el paisaje urbano, con la sensación constante de vulnerabilidad y desprotección, terminé exhausto. Sentí la presencia de las personas con mucha intensidad, amplificada. Poco a poco comprendí a los vagabundos, para quienes la distancia entre ellos y otro ser humano —la posibilidad de acercarse y conversar— parece inmensa. Y sin embargo, la presencia de los demás les resulta una especie de zumbido de fondo de la ciudad, agradable y reconfortante. Hablaba conmigo mismo y me convertí en aquel que se sienta en una banqueta polvorienta sin razón aparente y saborea un panqué industrial.
Por lo regular estamos donde queremos estar o en camino. Creamos nuestra imagen particular de la ciudad, la editamos según nuestras necesidades y prejuicios. Cuando tomamos una ruta al azar por un tramo extenso de la ciudad, ya no vemos aquella ciudad compuesta por cosas que queremos ver o sitios en donde queremos estar. Vemos la ciudad como se muestra.
Mi viaje alrededor de la periferia de la zona metropolitana del Valle de México duró 51 días. Esta es la ciudad que vi.