20. Santa Muerte: Tultitlán


La Sierra de Guadalupe se vislumbraba detrás de mi hotel en la avenida López Portillo de Tultitlán. Supermercados, franquicias y centros comerciales ocupaban los bordes de la autopista del norte de la megalópolis. Mientras caminaba en la banqueta escuchaba el estruendo de camiones y otros vehículos; era un peatón anónimo en medio del tráfico tardío de la mañana. Buscaba un punto de entrada que me llevara a la Sierra de Guadalupe. De pronto me llamó la atención una figura oscura detrás de mí.
Al levantar la vista me encontré con una estatua de dos pisos de alto de un esqueleto ataviado en capa negra y con los brazos extendidos. Me di cuenta de que era el altar para la Santa Muerte del que había oído hablar. El culto religioso a la Santa Muerte le rinde tributo a la muerte como si se tratara de un santo católico. Si bien una hoja de metal a modo de barrera separaba la estatua de la carretera, dentro de la reja del templo había una puerta medio abierta.
Con la campechanía de un turista eterno saqué mi cámara y entré por la puerta. Me encontré con un estacionamiento de grava, un edificio pequeño, algunos pabellones a modo de carpas y la estatua inmensa. No había nadie, así que le tomé una foto a la estatua.
De inmediato salió una mujer mayor del edificio, como bruja en una obra de teatro. La cuidadora arrugada me dijo molesta que estaba prohibido fotografiar la imagen sin permiso de la sacerdotisa. Le expliqué mis buenas intenciones y me pidió que la acompañara al edificio.
El edificio era un espacio abierto de oficinas de madera con varios artículos religiosos de la Santa Muerte a la venta: una tienda de regalos religiosos. Me dijo que el domingo la sacerdotisa oficiaría misa y que si quería tomar fotos tenía que volver entonces. Le expliqué que aunque tenía toda la disposición para entrevistar a la sacerdotisa, era imposible volver el domingo porque tenía que seguir con mi caminata. Me marché, di vuelta a la derecha y encontré un camino entre las casas que subía por las cuestas de la Sierra de Guadalupe. Tras un ascenso breve, las casas desaparecieron y el camino de cemento subió por la cuesta hasta atravesar pasto seco y eucaliptos.
Después de un rato se terminó el camino de asfalto, seguí por un camino de terracería. A cada paso, la vegetación iba cambiando: los eucaliptos desaparecieron y reapareció el follaje de roble y pino, así como los agaves y nopales. Las cuestas se iban pronunciando más. El camino de terracería se convirtió en una vereda que atravesaba un desfiladero poblado de árboles. Por fin llegué a un pequeño altar de piedra que consistía en una imagen rústica de la virgen de Guadalupe pintada en el claro que formaban unas piedras en el fondo del barranco.
Seguí hacia un arroyo en el fondo del barranco, avanzaba a saltos por las piedras. Tenía sed y hambre y no había llevado provisiones. Busqué en mis bolsillos y encontré una paleta de caramelo que me habían dado en algún restaurante. La cima de la montaña se elevaba sobre mí. Bebí un trago de agua del arroyo con la mano, después disfruté de la paleta. Me pareció perfecto.
Me di cuenta de que el barranco me llevaría a un punto sin salida pues las pendientes eran cada vez más pronunciadas. Por fin vislumbré una vereda precaria que subía por las piedras a mi izquierda. Salí trepando para llegar hasta ahí y me encontré escalando en cuatro patas por las piedras para alcanzar el punto más alto del Valle de México y la Sierra de Guadalupe: el Cerro de los Tres Picos. Mi punto de referencia era una torre de observación en la cima. Sabía que al llegar ahí encontraría un camino más accesible para descender de la montaña.


Cuando me subí a una zona particularmente escarpada, el árbol en el que apoyaba mi mano derecha se soltó. Caí de panza y me resbalé montaña abajo, golpeándome en las piedras. Cuando me detuve en un rellano veía lucecillas. Me ardía el vientre por las raspaduras. Sentí un dolor intenso en el hombro izquierdo, temí habérmelo dislocado. Tampoco podía levantar el brazo derecho. No había forma de volver a escalar así, la ladera estaba demasiado empinada y la torre se encontraba a unos 360 metros montaña arriba. Se hacía tarde y no podría escalar por la noche. Si no me apuraba, tendría que pasar la noche en el Cerro de los Tres Picos. En la naturaleza las cosas cambian de repente. Un momento todo está bien y al otro te encuentras en serios problemas.
No me quedaba más remedio que escalar con un brazo. Con mucho cuidado apoyé las piernas entre las piedras y comencé a escalar torpemente con una mano para llegar a la torre de observación. Cuando por fin llegué a la estructura de metal cubierta de grafiti aún había algo de luz, estaba francamente aliviado. Subí por las escaleras de metal, sentía la vibración del acero y escuchaba la reverberación metálica de mis pasos penetrar en la estructura oxidada. De pie en la plataforma, la llanura de Ecatepec y Coacalco al norte desaparecía en una bruma de esmog.
Avancé con trabajo por una vereda entre los árboles en la cima de la montaña hasta que llegué a una enorme antena parabólica de Televisa. Estaba desierta y la reja de entrada, abierta. Entré al heliopuerto; lo pensé mejor y regresé a territorio público. Imaginé las tonterías que salían de la antena a diario para bajar por la montaña y meterse a los televisores de todo México. Era raro que una antena con tal poder estuviera desprotegida en la cima de aquella montaña. En el ocaso descendí por las veredas entre los arbustos hasta que por fin llegué, cojeando y hecho una piltrafa, a un hotel en Coacalco.