13. Ilegal en Cuchilla del Tesoro: Venustiano Carranza


Salí del aeropuerto tarde por la mañana con una resaca imposible debido a las cervezas y los tequilas del Angus. Deambulé por los hangares y bodegas de las empresas de flete y aduanas a un lado de las terminales. Las dejé atrás y seguí caminando a un lado de un muro muy alto frente a una colonia relativamente vieja y abandonada con el nombre poético de Cuchilla del Tesoro. Todas las casas estaban terminadas, tenían tres pisos o más y la zona tenía un aspecto bastante unificado. Sin embargo, casi no había tiendas y poco grafiti en el muro que la separaba del aeropuerto. Aunque todo parecía un poco polvoriento, no vi los escombros que suelen acompañar las construcciones y con los que ya estaba familiarizado.
Ya había pasado por Iztapalapa, Ciudad Netzahualcóyotl, Valle de Chalco y Chimalhuacán, todas ellas con las peores reputaciones de la ciudad. No me había pasado nada. El sol caía sobre el asfalto polvoriento cerca de una cancha de basquetbol abandonada y me dio la impresión de que el extrarradio de la ciudad no era tan malo como se cree.
Sonó mi celular, lo saqué del bolsillo y entré a la cancha de básquet. Hablaba precisamente de que el viaje estaba resultando mucho menos peligroso de lo que creía. Recorrí la cancha sin dirección, detrás de mí se alzaba el vasto muro blanco del aeropuerto. De repente una patrulla se detuvo en la calle frente a mí. Guardé mi celular. Un oficial salió del coche. Estaba solo, en la treintena y en forma, llevaba lentes de sol de aviador y estaba uniformado, era un policía de la ciudad de México. Me pidió que me acercara.


Me preguntó qué hacía ahí. Adormilado por la resaca, comencé a explicarle que emprendía una caminata por el extrarradio de la ciudad. Me interrumpió y me pidió que vaciara mis bolsillos. Como periodista en México, es común ser detenido por la policía, pero nunca me habían registrado con tal detalle. Saqué hasta el último pedazo de papel de mi mochila. Con cortesía más bien abrupta y sin sonreír me pidió que vaciara los bolsillos de la mochila. Él nunca tocó nada. En un tianguis callejero había comprado un telescopio militar pequeñito que creí me serviría de algo, era chino y estaba revestido de hule color negro. Lo tomó y lo miró con curiosidad, se rio y me lo devolvió mientras sacudía la cabeza.
Canceló la segunda unidad que había solicitado. Me ordenó voltear mi mochila al revés. Coloqué la laptop pequeña, la cámara, la cartera, un cambio de ropa y dos libros en el pavimento. La calle estaba vacía, no había tráfico. Estábamos solos. Detrás del muro, los aviones emprendían el vuelo. Me pidió una identificación. Llevaba un tarjetero verde pequeño con mi documento migratorio FM3, se lo entregué. El miedo comenzó a despejarme la mente. Abrió el tarjetero. Se dio cuenta de que el documento había expirado. Estaba en el país como ilegal.
Me dijo que tendría que llevarme al ministerio público. Le expliqué que llevaba 13 días caminando, que había llegado hasta ahí a pie. El punto del proyecto era realizarlo por completo a pie. Si me subía a un coche arruinaría el concepto, no podía hacerlo. Alegué que en efecto mi FM3 había expirado, que lo lamentaba y que planeaba actualizarlo. Me preguntó por qué no lo había resuelto antes. Levanté la vista al cielo. No se me ocurrió ninguna excusa. Suspiré y reconocí que el trámite era demasiado complicado y que lo había postergado. Confesé que era muy malo para ese tipo de cosas, pero que lo arreglaría a mi regreso.
Insistió en que debía llevarme ante las autoridades migratorias. Le expliqué una vez más por qué no podía subirme al coche. Rechazó con un gesto de la mano la más mínima insinuación de un soborno. Le enlisté los sitios por los que había caminado y le conté que había pasado la noche en el aeropuerto. Bajo ninguna circunstancia podía meterme al coche. Por fin se dio por vencido, me dejaría ir con una amonestación por escrito. Me ordenó encontrar la avenida grande más cercana y continuar mi ruta hasta salir de Cuchilla del Tesoro.
Me recordó que aquella era una colonia muy peligrosa. La cancha de basquetbol abandonada en donde había estado hablando por teléfono despreocupado era el sitio más peligroso de la colonia. Si alguien me hubiera apuñalado y robado mi teléfono mientras miraba al cielo sin prestar atención, lo culparían a él cuando encontraran mi cuerpo. Insistió en que caminara hacia el interior hasta dar con una avenida. Ya sobrio, caminé tres cuadras por las calles vacías y las casas en decadencia. Me pregunté quién habría llamado a la policía.