12. El aeropuerto de la ciudad de México: la ballena en el vientre del lago


La ballena en el lago de Texcoco es el Aeropuerto Internacional Benito Juárez de la Ciudad de México. Esta zona federal bloquea la expansión de la ciudad desde Ciudad Nezahualcóyotl y la delegación Venustiano Carranza del Distrito Federal, además marca la frontera este de la megalópolis. Al salir de Ciudad Nezahualcóyotl por los pantanos de Texcoco y el borde exterior del aeropuerto, escuchaba los aviones rugir muy cerca. Crucé hacia los barrios construidos por sus pobladores en la punta este del aeropuerto, con sus letreros desgastados que indicaban los nombres de las calles, patrocinados por Coca-Cola. Después di vuelta a la izquierda y llegué a las primeras bodegas, enormes bloques blancos detrás de altas rejas de metal; era la terminal de carga del aeropuerto.
Tenía mucha curiosidad por el aeropuerto porque había trabajado para una agencia de transporte marítimo con sede en la ciudad de México llamada Translogistic. Ya había estado en esa zona por cuestiones de transporte de mercancías. El aeropuerto era el punto desde el cual emprendía mis viajes y volvía a casa. En todo caso nunca había tenido oportunidad de conocerlo a fondo. Decidí pasar la noche en el aeropuerto y aprovechar mi estancia.
Caminé hacia la terminal por el asfalto regular de las avenidas construidas para los cargueros. Parecía vagabundo, estaba sucio, quemado por el sol y no me había rasurado. Llegué a la terminal al atardecer y entré por las puertas corredizas de cristal. Luego de caminar durante 16 días por el extrarradio polvoriento de la ciudad, el espacio amplio y climatizado y el gentío eran como entrar a otro mundo. Decidí buscar el hotel con la mejor ubicación posible, que tuviera vistas a las pistas, pero el Hilton era demasiado costoso, incluso con el presupuesto generoso que había reservado para este momento especial de comunión global. De todas formas me quedé para tomarme una cerveza en las mesitas bajas y sillas de piel del lobby. Estaba vacío y silencioso, no había nada que hacer.
Salí del Hilton para deambular entre los viajeros comunes y corrientes que se reunían en la zona de comida rápida. Me llamó la atención el contraste entre el lobby silencioso del Hilton y el aeropuerto en toda su extensión, los grupos de gente amodorrada que se concentraban en la zona de comida. El aeropuerto me pareció una ciudad encapsulada de la era espacial. Decidí ir al hotel Camino Real. Recorrí las terminales, dejé atrás a azafatas, pilotos, viajeros de negocios y familias y subí por una escalera eléctrica, crucé un puente elevado, descendí por unas escaleras y entré al lobby cavernoso del hotel.


Pedí el precio de la habitación en la amplia mesa de recepción. Me sentí fuera de lugar debido a mi apariencia descuidada. El personal no le prestó atención alguna a mi aspecto y con mucha amabilidad me entregaron la llave de mi habitación. Así me convertí en otro turista estadounidense excéntrico del montón. Me dirigí a mi habitación por la escalinata que daba al lobby. Cuando entré, me sorprendió el tamaño tan pequeño de la habitación, comparada con los moteles ilícitos tan cómodos en los que me había hospedado por una fracción de ese precio. Me di un baño y me rasuré, me puse una camisa limpia que llevaba en la mochila y bajé al lobby.
Me tomé una cerveza en una de las mesitas bajas. La piel fría de las sillas se sentía extraña en mi piel. Turistas solitarios o en pareja revisaban los periódicos y esperaban en silencio. Me aburrí en seguida y crucé el túnel que llevaba al aeropuerto. Aunque el aeropuerto en sí mismo era un lugar en el que no parecía anochecer, el bullicio empezaba a mitigar desde temprano, las tiendas habían cerrado. Me decepcioné, tal vez los noctámbulos en el aeropuerto eran sólo los turistas en la zona de comida y el resto iba a casa a dormir.
Después un hombre salió de uno de los túneles y me recomendó ir a Angus, por esta recomendación especial pronunciada en un inglés torpe, me pidió doscientos pesos. Pese a haber caminado por la periferia y recorrer los sitios más pobres de la ciudad, recibía el trato de un simple turista que recién descendía del avión. De todas formas iba hacia ese sitio. Me negué indignado y atravesé un túnel muy corto hasta llegar a la entrada del Angus, una de las sucursales de la cadena de asadores de carne conocidos por la belleza y la altura de las faldas de sus meseras. Un maître di de piernas largas vestido de elfo de Santa me mostró el camino al bar con eficiencia arrogante.
Me senté y miré a mi alrededor. Varios grupos conformados sobre todo por empresarios ocupaban las mesas coronadas con filetes de carne. Había un podio desde el cual un músico tocaba grandes éxitos desde un sintetizador. Había encontrado una fiesta en el aeropuerto. Vi entrar a dos empresarios extranjeros guiados por un colega local, se alegraron ante la presencia de las elfas de Santa. Filetes y chicas, claramente este era su lugar ideal. El cansancio y la arrogancia desparecieron de su cara. Su colega local había jugado bien sus cartas.
En seguida adiviné la dinámica de los grupos de ejecutivos. Iban en grupos de tres: el jefe, su mano derecha y un achichincle más joven cuya función era entretener a sus majestades. El jefe guardaba silencio mientras contemplaba sus planes y se mostraba un poco impaciente. Su mano derecha era más abierto, estaba más atento, se le notaba cómodo en su papel de apoyar a su líder sin la carga de tener que ser carismático. El tercer hombre tenía que mostrar lo mejor de sí en esta oportunidad única: mantener la conversación fluyendo cuando los silencios se alargaban demasiado, guardar silencio cuando debía o cantar karaoke para entretener al jefe.
Desde luego no todos los grupos eran iguales, salvo porque todos eran hombres de negocios y por lo tanto las jerarquías estaban muy marcadas. El grupo que mejor me cayó fue un grupo de tres que sin duda se dedicaba al petróleo, hombres eficientes que disfrutaban la carne y se conocían desde hacía tiempo. Entre ellos no había juegos, vestían con sencillez y mantenían una actitud digna ante las elfas de Santa. Eran texanos y les gustaba el filete.
El grupo que peor me cayó consistía en ejecutivos perfectamente arreglados y trajeados que parecían celebrar algo. Cuando intenté tomarles una foto fingiendo ser un turista estadounidense inocente, se cubrieron la cara de inmediato. Este grupo transmitía un aura reluciente y superficial. Se componía por un CEO atractivo de rasgos afilados que parecía actor de telenovela, un financiero que llevaba un portafolio y un adulador que era el alma de la celebración.
Si quieren ver cómo funciona el mundo y las corrientes superficiales que lo mueven, busquen los filetes y las elfas del Angus del aeropuerto.